La voz de Aurora Mardiganián

De pie ante el espejo, me arreglaba por centésima vez los lazos azules con los que había adornado mis cabellos con —debo confesarlo— la secreta esperanza de que serían la envidia de las demás muchachas en la iglesia. Lusín estaba haciendo uso de su prerrogativa de hermana mayor para sermonearme severamente por mi vanidad. Lusín fue siempre de carácter serio y reposado. Yo estaba a punto de replicarle que simplemente estaba celosa porque pronto sería una esposa y no podría adornarse el cabello con cintas azules, cuando mi madre ingresó en la habitación. Se detuvo en el dintel y se apoyó contra el marco de la puerta. No pronunció una sola palabra; sólo me miró.
—¿Qué sucede, mamá? —exclamé.
No respondió, pero silenciosamente señaló hacia la ventana. Lusín y yo corrimos al instante para mirar a la calle. En la entrada de nuestro patio estaban tres gendarmes turcos, cada uno con un rifle, en guardia. En sus brazos tenían la banda que los destacaba como escolta personal de Husein Pashá, comandante militar de nuestro distrito.
Me volví hacia mi madre por una explicación. Había caído al suelo y lloraba. Sin hablar, señaló hacia el piso inferior y comprendí que el Pashá Husein había llegado a nuestra casa y que estaba abajo. Entonces se desvaneció mi felicidad, caí también al suelo y lloré. De alguna manera sentí que el fin estaba próximo.
El Efendí me contempló largamente. Luego me ordenó que le hablara de mi familia. Le hablé de mi madre, de mi hermana Lusín y de mis otros hermanos. Me hizo acercar a él y posó sus manos sobre mí. Yo estaba bien erguida y lo miraba al rostro. Le prometí que, si salvaba a mi madre y a mis hermanos, no sólo renunciaría a mi religión, sino que le obedecería en todo. Y por cada promesa que le hice dije para mí: “Dios mío, perdóname”. Pero no se me ocurría ninguna otra solución. Temía que, quizá en aquel mismo instante, estuviesen asesinando a mi madre y a mis hermanos. Me parecía que mi cuerpo y mi alma eran cosas de poca importancia comparadas con la salvación de ellos.
—Mi padre no ha muerto. Mi madre no ha muerto. Mi hermano y hermanas, mi tío y mi tía y mi abuelo no han muerto. Tal vez sea cierto que ustedes los han asesinado, pero viven en el Cielo. Yo viviré con ellos. Sería indigna de ellos si fuera infiel a Dios. Yo no podría vivir en el Cielo con ellos si me casara con un hombre a quien no amo. Dios no lo aprobaría. Haga lo que usted quiera.
Sentí que el hombre alto se inclinaba y ponía su mano sobre mi cabeza. De repente me pareció que el sol había quebrado el amanecer gris y me daba de lleno sobre el rostro. Me quedé dormida. Cuando abrí de nuevo los ojos, habían transcurrido muchos días, según me dijeron. Estaba en un lecho caliente, rodeada de personas amables que me hablaban en un idioma extraño. Traté de preguntarles por el hombre alto que me había alzado de la calle frente a la puerta. Un intérprete se acercó y, poco después, entró el hombre alto sonriendo suavemente. Entonces comprendí que todo estaba bien.
